Amanecía. Al salir de la tienda, Raldo se dio cuenta inmediatamente de que Ascensorem no había dormido nada, o al menos eso parecía.
—Debiste descansar —le dijo el guardia principal. —No se puede «descansar» en un sitio como este, con planes como los nuestros. Descansaré de ida, ¿cuánto dura el viaje? —Un par de horas. Si necesitas algún arma o artefacto extra para derrotar a esa bestia, dínoslo. —De hecho, necesito un impermeable líquido para mis alas, si se mojan lo suficiente estaré perdido en el mar, también podría ser funcional una lanza o espada que sea liviana en el agua.
El guardia principal asintió con la cabeza y se marchó.
Los dos barcos estaban en el puerto listos para partir; sin embargo, los tripulantes se veían devorados por el miedo: sudaban, temblaban, en sus ojos se reflejaba confusión y la falta de esperanza para volver.
Algunos acababan de llegar de lejos, habían sido comprados como esclavos en otros barcos, y hasta esa hora se habían enterado de lo que estaban a punto de hacer, gracias a la información que se les había proporcionado:
«Vamos a intentar atravesar una larga distancia, en un mar que está maldito por las bestias que lo habitan, y aun si es que logramos llegar, tenemos que apoyar a un halcón en la batalla contra un ser que crea desastres naturales de magnitudes gigantescas».
Ese era el discurso «motivacional» que les daba Raldo mientras subían a los barcos. Claro estaba que no era bueno dando ánimos o levantando tripulantes de su estado de miseria, pero no tenía la culpa, tal vez no lo demostraba, pero él también tenía miedo y se identificaba con la idea de que era absurdo aspirar a una victoria como esa, el plan era no acercarse demasiado al enemigo.
Parados en la proa, aspirando valentía, se encontraban Ascensorem, el Capitán Domein y el guardia principal, observaban el horizonte abrumador, donde seguramente estaba aquella criatura formando algún tipo de desastre.
—Aquí está lo que pediste. ¿Ya sabes cómo lo utilizarás en contra de esa cosa? —preguntó Raldo. —Tengo algunos planes, pero decidiré cuál usar cuando vea la forma o al menos la silueta de mi contrincante. ¿Conseguiste el impermeable líquido? —respondió el halcón. —Sí, pero es de corta duración y poca resistencia, el de mejor calidad lo rociamos en las velas de los barcos y no quedó más. Y aquí está la lanza.
Ascensorem comenzó a rociarlo en sus alas para que no se despintaran sus plumas de esmeralda.
Mientras tanto, el Capitán Domein estaba en silencio, observando el mar como siempre, esperando tranquilamente el ataque imprevisto de algún monstruo marino y preparándose para dar órdenes de batalla. Tenía tanta experiencia de luchas en el mar que la más mínima brisa exponía a las criaturas que estaban cerca, sus sentidos estaban al tanto de cualquier circunstancia.
—Entonces, ¿qué harás, halcón? —preguntó Raldo. —No puedo estar en el aire, al menos no por mucho tiempo porque me haría maleable a la tormenta. Todo huracán tiene un ojo y seguramente estará ahí. —Así que… ¿volarás hasta que llegues a la cima y luego bajarás hacia el ojo? —No. Me sumergiré en el mar donde no pueda verme y llegaré a la superficie cuando esté debajo de él, así no me verá y podré tomarlo por sorpresa. Si no está ahí significa que podremos buscarlo en otro lado. —Era un excelente plan, no podía volar por la pintura de sus plumas y, aunque que sería removida por las corrientes marinas, al menos se ocultaría por un tiempo. —Creí que las aves no nadaban —finalmente comentó Domein. —Ya se lo dije, Capitán, nací en el País Escarlata, pero crecí en Altaligna y con tantos ríos y lagos, las aves debemos adaptarnos. No soy experto nadando, pero es la mejor opción. —¿Qué harás si te sumerges y te encuentras con un monstruo marino? —preguntó Raldo.
Ascensorem lo miró, calló y luego le dijo:
—Para eso es la lanza.
Enseguida volteó al horizonte y se percató del desastre que había más adelante.
Las nubes estaban oscuras, la fuerza con la que el viento empujaba las velas de los barcos aumentaba conforme se acercaban, de pronto se veían unos cuantos rayos dentro del ciclón, había pedazos de cascos de otras flotas dando vueltas alrededor del fenómeno y, en lo más cercano, se levantaba el mar con algunas criaturas desafortunadas.
—Es hora. No nos acercaremos más —dijo el Capitán Domein. —¿En serio? ¿Realmente no me darán ningún tipo de apoyo? ¡Aún falta bastante! —reclamó Ascensorem. —Ya le dimos el impermeable y tiene el arma, llévese todas sus flechas especiales, lo demás es trabajo suyo, si se le acaban en la lucha contra esta bestia, yo le regalo las que quiera. No arriesgaré dos barcos más para derribar lo que sea que controle este ciclón.
Decidió no discutir más, tomó aquella ligera lanza que, al igual que el impermeable, no era de la mejor calidad, y se echó al agua.
Había muchas razones por las cuales temblaría en ese momento, por miedo, por nervios, por el agua helada, por ansiedad, y el halcón temblaba por todas. Aún no era atacado por nada en aquellas aguas verdosas pero, conforme se acercaba a su objetivo, sentía que la corriente marina aumentaba.
La vista se tornó aún más tenebrosa cuando debajo del ojo del ciclón se veía, de entre otras criaturas, un calamar oscuro muerto en la profundidad, gigantesco y temible. Si a Ascensorem aún le faltaba una buena distancia que recorrer y veía a aquella bestia de tal magnitud desde esa lejanía, tenía que ser aterradoramente grande, monstruosidad que su misterioso contrincante había derrotado.
Aún se hacía las mismas preguntas de aquella noche, y de hecho aún no tenía un plan que abordar cuando llegase al ojo. Esperaba que ningún monstruo decidiera atacar aunque, de cierto modo, Ascensorem no era la prioridad del peligro marino en ese momento. Justo cuando creyó que todos los monstruos de esa zona habían huido, una serpiente —gruesa, larga y con huesos saliendo de sus escamas— pasó a un lado del halcón y este se sostuvo de uno de sus cuernos para navegar con mayor rapidez hacia el ciclón que, en la superficie y debajo del mar, parecía tan imponente.