Capítulo Diecinueve

Al haber sido vencido el Caballero Rojo, los ídolos que habían esparcido en Scelus ya no tenían a alguien que los controlara, por lo que sus adoradores dejaron de recibir respuestas ante sus peticiones y poder ante sus sacrificios. Los fenómenos naturales que tomaban la forma de criaturas destructivas dejaron

de aparecer.

Lo mismo ocurrió en la Capital, los esclavos que sobrevivieron se esparcieron y se perdieron en el desierto, sin una guía y sin la capacidad de regresar a su estado natural anterior al ídolo rojo. Los que previamente lograron llegar a las fronteras de otras naciones fueron detenidos y apresados en medio de

uno de los desiertos más grandes de Terra.


Ascensorem llevaba a la princesa Aran al campamento fuera de la ciudad, pero no le alcanzaron las fuerzas y el agotamiento le provocó desmayo. Ambos cayeron a la arena del desierto.

Entre abriendo los ojos, el halcón pudo notar que algo los arrastraba, el Rinoceronte Negro de la princesa había ido a recogerlos. Apenas tuvieron las fuerzas de subirse a su lomo.

Llegaron al campamento al anochecer y Ascensorem escuchó una algarabía entre su desmayo, solo veía las sombras de las criaturas y, al final, se encontraba en una tienda fresca. La multitud estaba interesada en los que habían regresado, de pronto un ser de luz blanca se acercó hasta él. Cerró los ojos.

La siguiente vez que tuvo la mínima consciencia, estaba recostado dentro de un carruaje. Había cortinas cubriendo la luz de las ventanas, en otra camilla estaba Aran reposando y, entre las sombras, una curandera de su misma tribu.

—¡Hans! —gritó entre sueños.

—Está bien, está bien, no te levantes, sigue reposando —dijo la curandera.

—¿Dónde está Raldo? ¿Regresaron por él?

Esta vez la curandera no dio respuesta. Ascensorem volvió a dormir.


Salió de su tienda y observó el entorno, se encontraba cerca de los aposentos del Khalfani, en el centro de la Tribu del Hueso Negro. Nuevamente estaba oscureciendo.

—Realmente tienes suerte, hijo.

—Señor Khalfani, qué gusto me da saludarlo. Agradezco que me haya aceptado en una de sus tiendas.

—No agradezcas, es lo mejor que puedo hacer por el sujeto que salvó a mi hija.

—No fue nada, señor, ella apoyó mi travesía en el desierto, no podía dejarla ahí.

—¿Y tu amigo el de la boca grande?

Ascensorem titubeó.

—Lamento decirle que él no lo ha logrado.

—Siento escuchar eso, hijo… —Dejó silencio—. Mañana al atardecer nos reuniremos los Khalfanis de cada tribu a discutir la situación y a decidir qué hacer con las consecuencias del…

—Del Caballero Rojo, señor.

—Sí, de él. Sería importante para nosotros que estuvieras ahí. Como uno de los únicos que presenciaron todo, nos interesará escuchar tu opinión.

—Lo agradezco, ahí estaré.

—También almorzaremos todos temprano y celebraremos con un banquete el regreso de mi hija, también te esperamos ahí.

—En esta ocasión tendré que negarme, debo hacer algo importante temprano.

—Está bien, hijo, lo que desees, solo pídelo.

—Muchas gracias, señor.

El Khalfani se retiró a su tienda y Ascensorem se fue a la de la princesa Aran para ver cómo estaba y se encontraba durmiendo, con vendas en el cuerpo y en el rostro. No quiso molestarla, fue a recorrer la tribu y luego acudió al silencio del desierto, donde encontró paz y un cielo estrellado. Contempló.

—Sé que estuviste ahí cuando regresé del desierto… y también sé que lo más probable es que no te vuelva a ver porque todo este asunto del Caballero Rojo terminó… pero cómo me gustaría que estuvieses aquí. Perdí a Hans y luego a Raldo, no sé si pueda cargar con ello, fueron sus decisiones, pero ahora que pienso mejor las cosas, me doy cuenta de que pude haberlas hecho diferente.

—Tienes razón, Ascensorem, pudiste haber evitado esas muertes, pudiste haber hecho algo distinto, como sacrificarte tú en lugar de ellos —dijo una voz grave y recia.

Ascensorem suspiró con resignación

—Ahora que lo mencionas… Argue, las cosas pasaron como tenían que pasar. Largo de aquí.

—Si Hans hubiese peleado contra el Caballero Rojo, habría controlado a la bestia y todo habría terminado mucho antes, antes de que la princesa haya sido herida y antes de que Raldo haya terminado pisoteado por esclavos.

—Tal vez, pero él tomó esa decisión… ¿Por qué estás aquí… en mi mente? Creí que por fin me había librado de ti.

—Ohh, no, bisnieto mío. Solo me alejé un tiempo, estabas demasiado ocupado y no quería molestarte.

—¿De verdad? ¿Antes querías matarme y ahora te preocupas por mí? Qué incongruentes pueden ser las creaciones de nuestra imaginación.

—Claro que aún te quiero muerto. Eres el último descendiente de mi linaje y tu vida tiene que terminar.

—Mira, estoy enamorado de una Luna con quien probablemente no pueda estar y no me interesa nada con nadie más, así que puedes estar seguro de que no me reproduciré ni haré «sufrir» a mis hijos, porque no los habrá.

—Estaré esperando a que cambies de opinión…

—No lo haré.

Argue dio la vuelta y se introdujo a la oscuridad del desierto. Ascensorem se quedó mirando las estrellas.

—Si conoces algún método para quitarme a mi bisabuelo de la mente, por favor, házmelo saber.

—Me sé algunos, pero son procesos de mi Tribu y no sé si te agraden.

—¡Princesa Aran! ¿Cómo te sientes? —Ella se acercó y se sentó junto a él.

—Un poco adolorida… y las quemaduras aún arden un poco, pero estoy viva, gracias a ti.

—Me alegra… —Hubo silencio.

—Siento interrumpirte pero… estás en mi lugar. —Soltó una risita.

—Oh, ammm, lo siento, no lo sabía.

—No te preocupes, es bueno tener compañía… —Otra vez hubo silencio.

—Supongo que notaste que no regresó…

—Raldo, sí, lo noté. Lamento la pérdida, era un gran guerrero.

—No estuve mucho con él, pero el tiempo que lo conocí me di cuenta de que no todos en Scelus son malvados.

—¿En serio pertenecía ahí?

—Sí, pero él no vivía conforme a la maldad, sino conforme al miedo y a la obediencia, así creció y así falleció.

—Mañana será la junta de los Khalfanis.

—Sí, me dijo tu padre.

—Tal vez enjuicien a muerte a todos los sobrevivientes del ídolo rojo y a los que salieron de Scelus. Raldo podría ser una prueba de que no todos merecen morir solo por ser de ese lugar.

—¿A qué te refieres?

—A que mañana en la junta del consejo de Khalfanis, podrías interceder y salvar a más gente de la que ya has salvado.

—Pero ellos fueron controlados por el ídolo, la corrupción de sus corazones ya está ahí, Raldo aún no la tenía.

—Sí, pero no fue por voluntad propia, tal vez todos ellos hayan caído y hecho cosas malas, pero vale la pena interceder por ellos, como en algún momento lo han hecho por nosotros.

—Sí… Tal vez tengas razón.

—La tengo… —Silencio—. ¿Ya sabes qué harás después de esto?

—No. El propósito por el que estuve aquí ya concluyó y aún no sé si regresar al Castillo Escarlata.

—Lo que decidas estará bien, después volverás a encontrar tu camino.

La princesa se levantó y se fue. El halcón bostezó y regresó a descansar.


Se levantó antes de que hubiera luz, cargando melancolía en sus ojos cansados. Fue a buscar un pico pequeño y un par de rocas planas, medianas y pesadas. Una vez que terminó, pidió una carretilla a las tiendas vecinas, luego un Rinoceronte Negro que la ayudara a llevarla. Guardó las dos rocas junto con varias varas gruesas y una pala. Se sacudió, montó al Rinoceronte Negro y emprendió su viaje a las orillas de la Capital de Terra.

Apresuraron el paso y llegaron en unas horas. Se acercaron hasta el muro de la ciudad y Ascensorem bajó los materiales. Con la pala cavó un par de agujeros frente a la gran muralla en el que cupiesen las rocas y dos orificios para las varas; las enterró a un lado y luego colocó las rocas planas, donde talló con el pico dos nombres: «Raldo» y «Hans Monterrojo».

Se quedó parado frente a las rocas que había puesto para sus amigos, en silencio, pensando en que las cosas pudieron haber ido mejor, al mismo tiempo convenciéndose de que todo ocurrió de la mejor manera, como el destino lo tenía planeado, de que ese era su propósito y que lo cumplieron con honor.

Al final de su luto, se dio la vuelta y montó el Rinoceronte Negro, echó un vistazo más a las piedras, al gran muro de la Capital y al gran castillo, con la gran bestia congelada en vidrio en la punta. No volvió a mirar atrás.


Llegó afuera de la tienda mayor, donde las criaturas de los Khalfanis permanecían acomodados. Al halcón le fue difícil verlas a todas, pero alcanzó a observar al Rinoceronte Negro del padre de Aran, a un par de osos con el pelaje similar a una noche estrellada; a un par de gorilas con escamas y una aleta en la cabeza que no dejaban de tomar agua; a un par de criaturas de tres metros a las que no les halló forma, pero que parecían ser de ramas y hojas de palmera; y a dos búfalos completamente blancos con un solo cuerno grueso en el cráneo dirigido hacia atrás y huesos grisáceos salidos por doquier, también apuntando hacia atrás. Todos sus carruajes eran distintos, expresando culturas evidentemente diferentes.

Entró a la tienda y todos los Khalfanis estaban sentados en círculo, con mesas personales y comida; había un banquete en los laterales y sirvientes del lugar. Al momento en el que se acercó, su plumaje de esmeralda y el papel que jugaba en aquella junta provocaron que todos lo miraran, hubo silencio.

—Llegas tarde. —Se le acercó la princesa Aran. Todos regresaron a sus conversaciones.

—Sabes que tenía cosas qué hacer. ¿Todos ellos son Khalfanis?

—Sí, y están hablando sobre lo que ocurrió en la frontera de Terra con Scelus, de por qué los esclavos pudieron cruzarla si se supone que está protegida.

Ascensorem asintió y se acercó al consejo, el padre de Aran lo veía de frente.

—He aquí la criatura que se encargó del Caballero Rojo.

—Nadie dijo nada, unos lo vieron con orgullo, y otros, indignados, ni siquiera lo miraron—. Hijo, ¿por qué crees que los habitantes de Scelus lograron atravesar la frontera? ¿Crees que necesitemos más protección?

—Señor, lo que ocurrió no fue falla de sus guardias, sino la estrategia que el Caballero Rojo utilizó para introducirse en sus tribus. —Se soltó una algarabía en la tienda—. El ídolo rojo estableció su idolatría desde antes de que yo saliera de Scelus, así que no puedo decirles cuánto tiempo estuvo aquí. Sin embargo, por lo que vi allá, no necesitó mucho tiempo para hacerse de sus adoradores.

—¡Líderes de Terra! Nosotros les advertimos antes de que la Capital se arruinara, si están molestos por lo que ocurrió, cúlpense a ustedes mismos por haber sido lo suficientemente orgullosos y negligentes como para no aportar nada —dijo la princesa.

—¿Estás de acuerdo. forastero? —dijo su padre.

—Lo cierto es. señor, que. de haber anticipado al ídolo rojo y de habernos creído, la bruja habría provocado menos daños.

Las voces y la indignación de los jefes de las tribus incrementaron, a excepción del padre de Aran, todos los Khalfanis seguían pensando en proteger sus intereses y su orgullo, admitir que se equivocaron sería proponer que no son tan sabios como siempre defienden.

—Si dejaran su ego a un lado, podrían gobernar mejor esta nación, pero en lugar de eso prefieren hacerse pasar por ciegos y no hacer nada —dijo la princesa, con una voz desafiante, los demás la miraban con desapruebo—. ¡Ahí está su debilidad!

—¡Hija! —Ella calló al instante—. Es hora de que salgas de la tienda.

—¡Padre! ¿Acaso tú tampoco lo ves?

—Sal de aquí. Me estás avergonzando.

Ascensorem la miró desde su perfil. Tragó saliva y supo que la habían herido, contuvo lágrimas y más que tristeza, sentía rabia contra los ancianos que tenía como autoridades. Nadie abrió la boca, hicieron exactamente aquello de lo que ella los acusó, fingieron que no había ocurrido nada. El halcón contuvo la respiración, pensó en la expresión de su amiga, en la autoridad absoluta y ególatra de los miembros de la junta, en los problemas de aquella nación y pronto terminaría relacionándolos: Aran tenía razón, su orgullo es su mayor debilidad.

—¿Qué haremos con los que han sido corrompidos por el ídolo y con los que han salido de Scelus? —preguntó uno.

—Darles muerte —contestó otro.

—¿De verdad piensan hacer eso? —preguntó Ascensorem.

—No queremos volver a tener problemas con ellos.

—No pueden hacer eso, no todas las víctimas del Caballero Rojo fueron criminales desde antes, cuando estaba en la Capital vi a varias de sus criaturas y a bastantes seres de su especie. Y respecto a los de Scelus, no todos estaban corrompidos.

—¿Tratas de decirnos que alguien de Scelus puede ser alguien «bueno»? —preguntó otro.

—Sí. Raldo, el que nos acompañó a la princesa Aran y a mí a detener a la bruja, creció en Scelus, y murió por esta causa, por salvar Terra y a sus tribus. Alguien corrompido jamás podría hacer eso, dudo que ustedes puedan. —Esto último hirió el ego de varios, pero el padre de Aran lo apoyó.

—Sugiero una prisión, es todo lo que podemos hacer, halcón.

—Y yo sugiero que les otorguen un territorio. —Todos se sobresaltaron—. Ya tienen un territorio perdido en la capital, nadie de ustedes querría recuperar esos escombros y acercarse a la Piedra Viva que causó tanta devastación.

—¿A este loco le haríamos caso? —exclamó uno.

—¿Qué hay de la Piedra Viva? ¿No crees que querrán apoderarse de ella? —preguntó el padre de Aran.

—La Piedra Viva está activa dentro de la cristalización que provocaron la bruja y la bestia, corrompida por los actos del Caballero Rojo y protegida por un cristal impenetrable; y aunque alguien quisiera tan solo mirarla, el poder que tiene la Piedra perdería de inmediato en su ambición a cualquiera que se acercase.

—¿Cómo estás tan seguro de ello, hijo?

—Lo estudié en el Castillo Escarlata, señor, es evidente que el poder corrupto de la piedra ha convertido el castillo de la Capital en un lugar maldito, cualquiera que se quiera acercar sucumbiría ante su poder.

—Entonces, líderes de Terra, la ciudad de la Capital tiene una frontera. Lo único que tendremos que hacer será reparar donde se vea dañada, sellarla y rodearla de los guardias suficientes para que nadie salga.

—Si alguien lo quiere hacer porque no está corrompido, como dice el ave, pasará por pruebas de nuestro juicio —propuso otro.

—¿Todos de acuerdo? —Nadie dijo nada—. Excelente.

—¿Cómo se llamará el lugar? Ya no es nuestra Capital —dijo uno, y se quedaron pensando.

—Nombraremos a la antigua Capital de Terra como «Horma», que significa «Destrucción», pues en ella se encuentran todos los que la provocaron, incluyendo el cadáver del Caballero Rojo. Entonces, debemos comenzar este proceso, buscar una nueva Capital y encontrar a nuestros fugitivos.

Ascensorem se alegró de lo que se iba a hacer, ya que vio a todos organizándose, tomó un par de hojas y tinta para escribir y salió a caminar por el desierto.


Anocheció. Caminó un par de horas por el desierto, el cielo estaba despejado. Llegó a una duna sobresaliente, desde donde alcanzaba a ver la nueva ciudad de los seres corrompidos: «Horma», iluminada por las luces blancas de varias lunas.

A pesar de todo lo que había pasado, no podía pensar en otra cosa. Miró al cielo, extrañaba a su Luna y sabía que su tarea había terminado, por lo tanto tal vez no volvería a verla.

—Por fin solos… o… solo. Realmente espero que estés escuchando todo lo que digo. No sé qué sucederá ahora que todo esto terminó, me pregunto si para ustedes esto fue importante o solo un desastre más que reparar, si en este instante otro ser de algún otro lado de Honora está resolviendo uno de sus casos… puede que ya te hayan mandado con esa otra criatura y que yo esté varado aquí hablando con nadie.

Contempló un par de minutos, pensando en las posibilidades de sus divagaciones.

—En fin, te escribí algo. —Sacó una hoja doblada del interior de sus plumas y leyó:

«Debes irte. Te sostendría con las manos del universo, pero debes irte. La noche llama con sus brazos invernales y el pronóstico de mi tiempo son mañanas frías y noches más heladas aún. Quiero seguir contemplándote a tu lado, pero lo único que me queda son días en los que solo puedo pensarte y fingirque no te añoro, pero lo hago. Solo han pasado unos días y ya pienso en la hora en la que te vea y todo vuelva a recuperar tu brillo».

—No está terminado, pero es lo que tengo… Me pregunto si buscaste una oportunidad para quedarte conmigo, si te costó trabajo dejarme ir o si te voy a volver a ver. Pero solo puedo hacer esto, preguntar al cielo sin esperar respuesta.

Se quedó dormido pensando en su futuro. Mientras tanto, un par de seres lo observaban a lo lejos sin llamar su atención.

Parte del Consejo Lunar de Calisto lo había visitado para agradecerle y despedirse, incluyendo a la Luna Menguante Menor pero, viendo todo lo que dijo, decidieron no interrumpirlo; cuando cayó dormido regresaron al Reino de los Cometas.