Capítulo Dieciséis

Estaba amaneciendo y las luces verdes de la ciudad ya se habían apagado. Raldo corría a la entrada, de lejos vio a un grupo de seres avanzando lentamente. Cuando llegó, los lideraba Ascensorem, pero él mismo se veía desgastado. Raldo miró a las pocas criaturas que el halcón había logrado salvar, que para ser la Capital, eran realmente pocas.

—Noche dura, ¿eh…? —inició Raldo.

—Sí…, un poco. El Caballero Rojo inició su conquista —contestó el halcón.

—¿Cómo salieron vivos? La ciudad está poblada de ídolos.

—Por las alcantarillas, los conductos subterráneos. Anda, ve a ayudar a alguien allá atrás.

Llegaron al lugar donde se habían reunido con las tribus y ya había un par en el lugar, con menos gente y menos bestias. La princesa Aran los estaba esperando ayudando a los heridos que ella había llevado.

—Ascensorem, ¿qué pasó a noche? —preguntó al llegar a ellos.

—El Caballero Rojo llamó a sus adoradores, lo mismo que nos pasó en Scelus está pasando ahora —contestó él.

—Pero más rápido —completó Raldo.

—¿Qué pasó en Scelus?

—Raldo sabe más al respecto…

—El Caballero Rojo llevó a los tiranos de Scelus a una cúpula, donde hizo un ritual que los hipnotizó y así pudo ocupar a su gente y todos sus recursos.

—Es posible que haya sido más rápido por los sacrificios que se hicieron —completó Ascensorem.

—¿Cómo puede hacer eso? ¡Está haciendo que los mismos habitantes destruyan sus propios hogares! —Las expresiones de la princesa eran fuertes, denotaban la impotencia que sentía frente a la situación—. ¿Y cuál es el punto de todo esto?

—Conquistarnos. Por el simple hecho de robar lo que tenemos las criaturas de Honora, matarnos y destruir lo que hemos construido. Esa es la naturaleza de un espíritu corrupto —contestó el halcón—. La pregunta es qué podemos hacer.

—Sabemos que está en este castillo, lo mejor que podemos hacer si queremos detenerlo ahora, es ir por él antes de que se vaya —propuso Raldo.

—O lo más tonto. La ciudad está llena de sus adoradores. Nos van a matar antes de entrar —dijo Aran.

Ascensorem se quedó pensando. No quería arriesgar a otra nación, ni dejar pasar más tiempo solo por buscar en otro lado al Caballero Rojo, ya había hecho demasiado daño y, con Terra caída, sería más difícil combatir a dos naciones. Ahora que sabían el lugar en el que estaba la bruja, era el momento para ir por ella. Pero aún no se le ocurría nada, hasta que miró a los sobrevivientes.

—Raldo tiene razón. —La princesa lo miró atónita—. Sabemos dónde está, debemos ir lo antes posible para que no comience sus planes en otra nación.

—Si es que no lo ha hecho —dijo Raldo.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo haremos para tan siquiera llegar al castillo?

—Iremos por los conductos, las alcantarillas debajo de la Capital seguramente nos llevarán al él.

La princesa analizó el plan.

—Excelente, prepararé a mi gente y les diré a los sobrevivientes de las demás tribus que también lo hagan.

—No. Ellos ya sufrieron demasiado, además necesitamos ser discretos.

—No podremos vencer a la bruja nosotros solos, halcón, es demasiado absurdo solo pensarlo —argumentó Raldo.

—Lo haremos. Estamos aquí por una razón. Quien me guía, me envió porque sabe que puedo con esto, y les mandó a ustedes porque ustedes también son capaces. Así fue con Hans, tenía un propósito y lamentablemente falleció por él, pero fue completamente capaz de cumplirlo, gracias a él ahora estamos aquí, terminando el trabajo. —La princesa y Raldo se quedaron mudos—. Piénsenlo, y si desean acompañarme, son bienvenidos.

Ascensorem se alejó y fue a recuperar sus fuerzas un par de horas, mientras pensaba en que tal vez estaba haciendo algo mal, desde la pérdida de Hans no había dejado de culparse, y todo el fuego y la muerte de la ciudad lo habían dejado atribulado. Comenzaba a dudar si realmente era capaz de vencer al Caballero Rojo, cuando no había podido salvar ni a la mitad de criaturas que se resistían al ídolo. Esperaba una respuesta de su Luna, pero apenas podía cerrar los ojos sin pensar en su noche llena de caos. Cuando por fin pudo dormirse, no soñó nada, pero su Luna llegó a darle un beso en la frente y salió de su tienda para hablar con Raldo y la princesa.

—Con que tú eres la Luna Menguante Menor… —dijo Raldo. Aran estaba de espaldas, volteó a verla—. Traes a Ascensorem loco, Luna.

—Buenas, princesa Aran y Raldo.

—¡Ella es la Luna! —Aran se postró inmediatamente, recordando la guía que las lunas han otorgado a su vida y a su tribu.

—Levántate, futura Khalfani. He venido a conversar con ustedes.

—¿Qué podría hacer alguien como yo por usted? —preguntó Aran.

—El Consejo de Lunas necesita que apoyen a Ascensorem.

—Nos gustaría hacerlo, Luna, pero el plan del halcón no está tan claro, aunque lográramos que no nos vieran en la Capital, no sabríamos a dónde ir, ni la princesa ni yo conocemos el camino al castillo.

—A eso vine. El plan de mi amado es funcional, solo necesitan un mapa.

La Luna Menguante Menor juntó las palmas de sus manos y las abrió de forma horizontal, mientras un mapa de hoja azul con trazos plateados se formaba dentro de ellas. Ambos se asombraron de las capacidades lunares.

—El mapa de los conductos de Capital —dijo.

—¡Eso fue impresionante, señora mía!

—Vaya, ¿y nos dieras un arma matabrujas? ¿O al menos algo para quitarles la Piedra Viva? Porque nosotros solo tenemos armas comunes —dijo Raldo.

—Recibirán ayuda en su momento, guerrero, pero ustedes son lo suficientemente capaces de su tarea.

—¡Entonces qué esperamos! Si la Luna Calisto está con nosotros, no hay razones para temer a nuestro enemigo —dijo Aran.

—Como en todo, lamento decirles que hay grandes riesgos.

—Ahora sí hablamos de las cosas serias. ¿Cuáles riesgos? —preguntó Raldo.

La Luna calló y bajó su mirada, guardaba silencio lamentando lo que estaba por venir.

—Al menos uno de ustedes morirá.

Raldo y Aran se miraron, se preguntaban si realmente valía la pena morir por esta causa.

—¿Y si saben que al menos uno de nosotros va a morir? ¿Por qué no nos protegen o algo? —preguntó Raldo.

—El futuro es incierto, hay muchas formas en las que podría ocurrir, en base a las decisiones que tomen a cada segundo, y nosotras no podemos ver esas decisiones, por lo tanto no sabemos cómo puede ocurrir, solo las posibilidades de que suceda, y en todas muere al menos uno.

—Vaya… —suspiró Raldo.

—Moriría por tu causa, señora mía, sin dudarlo me entregaría por obedecer la voluntad de las lunas y salvar a mi pueblo.

Viendo la fuerza de voluntad y la valentía de la princesa Aran, Raldo no quiso quedarse atrás.

—Yo también iré. Ascensorem necesitará a un gran guerrero como yo para quitarse a la bruja de cabeza humeante de encima.

—En vista de que los dos están dispuestos a ayudar, tomen el mapa, estúdienlo y motívenlo, lo necesitará.

—Como usted diga, señora mía.

—Entendido, Luna.

La Luna Menguante Menor regresó a la entrada de la tienda donde dormía Ascensorem. Lo miró de lejos con nostalgia, sintiendo miedo de las posibilidades que había de perderlo. En tanto tiempo de su existencia en el Reino de los Cometas, observando las tierras de Honora, nada ni nadie la hizo sentir tan especial, nadie se había dedicado a contemplar su belleza como su halcón, a amarla con su poesía; y ahora, las posibilidades de que eso terminara le hacían palpitar el corazón tan fuerte que parecía que en cualquier momento se le iba a salir.


Raldo y Aran se levantaron de sus sillas, mirándose y observando al halcón, habían acordado no decir nada sobre la visita de su Luna. Tenían extendido el mapa de la Capital sobre una mesa, con un trazo de qué caminos podían seguir de acuerdo a las circunstancias.

—Ya tenemos una idea de a dónde dirigirnos cuando estemos dentro, pero solo queda una pregunta: ¿Cómo entraremos a los conductos sin que nos vean? —dijo la princesa.

—Sí, porque hace rato no te vieron ni entrar ni salir porque todos estaban ocupados con el ritual, pero ahora los guardias están al tanto y todas las criaturas de ahí dentro están corrompidas —continuó Raldo.

A Ascensorem le dio gusto ver la lealtad de sus compañeros, era una muestra de que de cierta forma todo iba bien, el Consejo Lunar de Calisto no se había equivocado en cuanto a él y, una vez más, tenía su apoyo en la situación. Miró de reojo al cielo y luego les habló.

—Tú lo has dicho compañero. Hubo un ritual, sangre derramada, eso significa que la tierra intentará defenderse.

—Pero ahora no tenemos a un Cazador de Fenómenos que nos ayude con eso —dijo Raldo.

—Lo sé, pero tal vez ahora sea conveniente, incluso si es una bestia de algún fenómeno natural.

—Las tormentas de arena son los fenómenos naturales más comunes en Terra —comentó la princesa.

—Entonces esperémosla, y entremos cuando pegue en la ciudad, los conductos están al oeste del castillo. Prepárense.

La princesa se puso su armadura de hueso de Rinoceronte Negro, uno de los materiales más resistentes de Terra; contaba con protecciones en todo el cuerpo, solo dejaba ver las articulaciones para su libre movimiento; tomó su lanza con cuchillas largas en ambas puntas y cristales decorativos, particulares de las armas de la hija del Khalfani.

Raldo se colocó una armadura similar, pero blanca y de otras especies, que cargaba uno de los guardias de su nueva amiga; buscó un casco que le quedara y pidió prestadas casi una docena de dagas que guardó en todo su cuerpo para sus cuatro brazos. Tenía ganas de montar un Rinoceronte Negro, pero acordaron no llevarlos a la Capital.

Ascensorem se apartó de todos con una manta, la colocó en el suelo y miró salir las estrellas, sobre todo a su Luna, que tenía bastante tiempo de no haberla visto, o al menos eso le parecía.

—Tú se los diste, ¿cierto? —preguntó al cielo—. La hoja del mapa no es de por aquí y eso explicaría por qué no te soñé, estabas aquí, con ellos.

La princesa Aran llegó por detrás y se sentó junto a él; viendo al cielo estrellado del desierto, interrumpió su pregunta.

—Eres muy afortunado, Ascensorem, ella estará esperándote allá arriba, cuando termines con todo esto.

—Tal vez luego de mañana no haya nada qué esperar.

—No puedes pensar eso, estoy segura de que te ayudará como en el Mar de Scelus.

—Sí pero Hans murió, nadie está exento de eso.

—De no ser por Hans, por Raldo y por ti, las criaturas corrompidas habrían acabado con todos nosotros.

—Sí… No sé qué será de todos ellos cuando el Caballero Rojo caiga.

—Yo tampoco, pido a las lunas que quebranten sus corazones corrompidos y vuelvan a la normalidad, porque después de todo son el mismo pueblo… pero por lo mientras son seres de destrucción, hormanos que traen muerte a Terra y debo proteger a los que quedan con mi vida.

—Serás buena líder de tu tribu. Estoy seguro de que cambiarás muchas cosas por aquí.

—Gracias… Y en verdad agradezco lo que estás haciendo, te dejas guiar para terminar con todo esto y arriesgas tu vida por criaturas que no conoces, eso es un acto honorable.

—No agradezcas, solo ayúdame a terminarlo.

—¿Por qué lo haces, halcón? ¿Por qué nos ayudas? No es tu responsabilidad hacerlo, bien podrías irte al otro lado de Honora y disfrutar de una vida segura.

—Mi vida nunca ha sido segura, princesa, mi especie está en peligro de extinción y en cualquier momento puedo ser cazado. Y por una parte, lo hacía por ella, por mi Luna, cuando viajé a Scelus solo pensaba en terminar de armar las ballestas que me pidió, regresar con ellas como un obsequio y ganarme su confianza.

—¿Nunca te dijo nada de esto?

—No. La noche que Raldo, Hans y yo nos encontramos con los ídolos, sentí que había sido algo importante en mi viaje, luego fui descubriendo todo y decidí quedarme, tratar de solucionar algo que tarde o temprano llegaría a mi nación.

—Vaya, lo que comenzó como un acto romántico terminó como la misión más complicada de tu vida.

—Bueno…, aunque, por otro lado…, lo hice por mí mismo.

Cuando llegué al Castillo Escarlata con mis padres, me propusieron algo que no sabía si quería, que implicaba quedarme ahí mismo toda mi vida. Así que también tomé lo de la Luna como un pretexto para evitar esa decisión que querían que tomara para el siguiente día.

—Entonces preferiste salir a la aventura, como un alma libre. No te culpo, halcón, yo también he querido salir de aquí, viajar por todas las tierras de Honora y conocer cada paisaje, cada horizonte, sin que nadie dependa de mí y sin depender de nadie…

—Eso es justo lo que pensé. Mis padres y mis abuelos siempre han tenido criaturas a su cargo, y cuando algo malo sucede, algo que no estaba en sus manos, se lamentan y se culpan por ello. No sé si quiero esa vida, o al menos no lo he pensado desde hace tiempo.

—Sin embargo…, todas esas criaturas nos necesitan y no puedo evadir mi responsabilidad por mis deseos egoístas de escapar. Toda mi juventud pensé en irme y recorrer todo el mundo con mi rinoceronte, creyendo que era injusto que la vida me prohibiera ciertas cosas; pero luego me di cuenta de que los que tenemos un propósito mayor, debemos acudir a él y entregarnos, aunque eso signifique sacrificar anhelos, si nuestros destinos son diferentes, no podemos vivir la misma vida que los demás. ¿Qué es lo que quieres tú? ¿Vivir una vida normal? ¿Con placeres y deseos comunes que todo el mundo

tiene? ¿O vivir para un propósito mayor en el que tu vida realmente valga la pena y trascienda?

El halcón se quedó mudo. Lo que le había dicho la princesa callaba cualquiera de los caprichos de su juventud, que ahora habían sido guardados por su crecimiento y por el viaje, pero que de alguna forma seguían ahí.

—Eso pensaba antes de que llegaras, princesa, con todo esto encima aún no lo había pensado y muchas cosas han cambiado desde entonces.

—Lo que sea que decidas, asegúrate de que sea lo que realmente quieres. No vaya a ser que tu vida termine y los demás hayan decidido por ti; pero recuerda que fuiste escogido porque eres especial, y los seres especiales van más allá que los que quieren una vida simple.

Guardaron silencio por un rato y luego la princesa Aran se fue a dormir.

Ascensorem no podía dejar de pensar en sus palabras, meditó un rato en ellas y, cuando se recostó en la manta, una hoja pequeña y brillosa del material del mapa de las alcantarillas estaba junto a él, sostenida por una piedra pequeña. Decía:

«Al fin la Luna pudo ser vista como lo que es. Al fin alguien pudo valorarla y admirarla de una forma sublime, de una forma perfecta. Porque muchos decían amarla, pero solo era deseo. Muchos la deseaban y al poderla tener cerca…, su brillo los cegaba, todos se marchaban. Al llegar aquel astro con sus enormes ojos la miró, observándola con asombro su brillo lo impactó. Sin ser cegado, describió y plasmó sobre las estrellas su amor. Porque nadie la supo ver cómo él, nadie la supo amar ni mucho menos valorar. Al fin la Luna pudo ser vista como lo que es. Atentamente: Tu Luna Menguante Menor».

Fue conmovido. En algún momento su Luna había dejado aquel texto cerca de él. Nunca le habían escrito nada y el hecho de que su amada lo hiciera lo llevó a pensar lo afortunado que era. Tenía que salir de esta situación, tenía que sobrevivir al Caballero Rojo, enfrentar sus miedos y continuar su vida con ella. A pesar de que su misión en aquel lugar conllevaba un riesgo agobiante, su mayor motivación, su Luna, había logrado levantarle el ánimo e inspirarlo. Leyó un par de veces más aquella hoja lunar y descansó un poco ahí mismo. Al amanecer, Raldo llegó a despertarlo.

—Es hora, halcón.

—¿Qué pasa? —dijo, tallándose los ojos.

—Mira del otro lado, la naturaleza hoy está de nuestro lado.

Una tormenta de arena se veía a lo lejos, avanzando lento, era tan espesa que parecía un muro de concreto, enterrando todo a su paso. Las tribus que habían llegado comenzaron a construir refugios, mientras que la princesa Aran, Raldo y Ascensorem tomaron sus cosas y se dirigieron a la Capital lo más pronto que pudieron.

Estuvieron cerca de los conductos y la tormenta de arena ya les pisaba los talones, Ascensorem usaba sus alas para planear. De pronto se escuchó un estruendo, los rayos empezaban a pegar en el suelo cerca de ellos, alcanzando las construcciones de la Capital.

A menos de cien metros de su entrada, la nube los cubrió por completo, Ascensorem guio a Aran y a Raldo con sus ojos de halcón hasta estar dentro de los grandes tubos. Una vez que se sacudieron la arena, decidieron adentrarse.

Un estruendo se escuchó desde afuera, Ascensorem y Raldo se detuvieron de golpe, y se miraron, ambos sabían que eso podía ser solo un trueno, o bien, el rugido de una bestia desesperada con el cuerpo de una tormenta de arena.