Día y medio más tarde llegaron a la isla. Raldo casi despertaba dos veces en el camino, en la primera lo noquearon, en la segunda lo sumergieron en el mar y lo estamparon contra un arrecife para dormirlo de nuevo. Una vez más comenzó a recobrar la consciencia y Hans se aseguró de que estuviera bien amarrado.
Era una isla poblada de árboles, arena y rocas, cuando se adentraron, encontraron una cueva oscura y bastante profunda. Ataron a Raldo a una gran roca y Ascensorem y Hans comenzaron a buscar leña para una fogata.
Al atardecer, Hans la encendió a la entrada de la cueva y acercaron a Raldo; luego de comer un par de frutos, Raldo preguntó confundido:
—¿Por qué me salvaron? No hay nada que necesiten de mí y no hay nada que les quiera dar.
—En eso tiene razón —contestó Hans.
—Tú sabes por qué te salvamos.
—No tengo ni la menor idea —dijo Raldo ya malhumorado.
—¿El ídolo? ¿Esa noche en el barco? ¿Los esclavos de ojos encendidos?
—¿Ellos qué? Que nos hayamos salvado juntos de ellos por una noche no significa que ya somos el trío de forasteros amistosos.
—¿«Amistosos»? —murmuró Hans.
—Tú sabes que algo más está pasando aquí, y en algún punto te va a afectar.
—He pasado por noches así desde hace semanas, casi a diario, sé cuidarme la espalda.
—¿En serio? ¿Y qué harás cuando el que controla el ídolo le diga a tu «maravilloso» Capitán que termine con el único que no le sirve? —exclamó Hans.
—¡Cuidado con hablar mal del Capitán! —gritó Raldo.
—Hans, no estás ayudando… pero tiene razón Raldo, te rehúsas a servir a quien Domein sirve, eso algún día te va a matar.
—Para empezar, ni siquiera sabemos si mi Capitán sirve al ídolo ese. Y tampoco que haya alguien detrás de esa cosa.
—¡Piensa! Si hay alguien detrás de cualquier ídolo, lo hay detrás de este que es más poderoso —dijo Hans.
—Para permitir todo eso, tu Capitán debe estar de acuerdo con lo que hace el ídolo, o ser controlado por él, no hay de otra.
—Bueno, y si sí, ¿qué? ¿Ya por eso debo aliarme con ustedes y traicionarlo?
—Si es cierto…
—Que lo es —interrumpió Hans.
—…significa que el que está detrás del ídolo rojo, ya tiene al mayor Capitán del Mar de Scelus y Domein también es uno de los más grandes jefes en tierra. Si lograra controlar a todos o al menos la mayoría de ellos, podría juntar las fuerzas suficientes para sacar a todo un ejército e invadir el resto del mundo.
—Y toma en cuenta que si gobierna Scelus, ya le pertenece la quinta parte de Honora —concluyó Hans.
—¡Una quinta parte! —se asombró Raldo.
—Sí, así de grande es el problema —dijo Ascensorem.
—Y, por cierto, ¿por qué tú no lo adoras? Sé que Ascensorem y yo no lo hacemos porque somos forasteros, estamos conscientes de la situación y lo evitamos. Pero ¿tú? Tú estás en medio —preguntó Hans.
—Yo también estoy consciente de la situación. Ya se lo había dicho, no creo en ídolos manipuladores. Y después de ver a esas cosas controlando a los esclavos y a los demás guardias, no me dan ganas de caer en lo mismo.
—¿Y no crees que hay que hacer algo al respecto? —cuestionó Ascensorem.
—No traicionaré a mi Capitán.
Raldo hizo notar su indiferencia sin decir una palabra más. Ascensorem le dijo a Hans que lo dejara por un rato y que iba a explorar la cueva.
Caminó hasta que la oscuridad de la cueva lo cubrió por completo. Se adentró por varias horas, exploró y pudo observar cada pared gracias a su vista de Halcón de Quetzal, solo había piedras al principio, pero luego comenzó a encontrar bultos de flores preciosas, blancas y brillantes, en las paredes, pinturas y signos que alguna criatura había plasmado con sus pétalos; la tinta también brillaba y, mientras más se alejaba, más parecía un mapa con distintas señales y figuras que parecían bestias y seres diferentes.
Al cruzar un pasadizo estrecho, entró a una cueva gigante en cuyo centro se hallaba el arbusto más grande de flores blancas y en las paredes, pinturas de piso a techo. Como ya era de noche, decidió acostarse sobre ellas y reposar un momento para luego volver con Hans y Raldo.
Hubo cierta oscuridad que no lo dejaba ver. Mientras trataba de buscar alguna luz que le diera salida de la cueva, que más que cueva parecía laberinto. Comenzó a temblar y las rocas del techo caían una a una, no faltaba mucho para que Ascensorem terminara aplastado.
Debía de ser Hans, él es el único con la capacidad de hacer temblar todo el lugar de esa forma. ¿Estaría en problemas? El halcón corría en todas direcciones, se estrellaba con las paredes y luego caminaba sin soltarlas, si sentía alguna corriente de aire procuraba seguirle el rastro, si la perdía, daba un gritoy esperaba que el eco lo guiara. Sintió la respiración de alguien más que lo llenó de terror.
Con el sentido instintivo activado en cada una de sus extremidades, logró salir de la cueva y Raldo estaba de pie, desatado y esperando.
—¿Contra qué está peleando Hans? —preguntó el halcón.
—¡Aquí está! —gritó Raldo.
Una docena de guardias saltaron sobre Ascensorem tratando de capturarlo, sin éxito. Emprendió el vuelo y se elevó lo más que pudo para evaluar la situación desde el aire. Buscó a Hans y lo halló en la cima de la montaña que estaba sobre la cueva. Hans tenía el cuerpo hecho de su forma de Silhouette, de ese humo que es difícil de ver sin poner la suficiente atención.
Hans volteó a mirarlo con la cara un poco pálida, aún no se había acostumbrado a los terremotos, pero había usado uno para despejar el camino de todos los guardias. En el mar, una pequeña flota repleta de esclavos de Domein. Cada vez llegaron más, hasta que en la isla ya no había lugar donde huir.
Ascensorem se acercó a su amigo.
—¿Por qué no usas tu collar? Podrías deshacerte fácilmente de todos ellos.
Hans no le contestó. Se puso más pálido y miró hacia arriba, luego cayó inconsciente en su forma de carne y hueso. Los guardias de Domein se acercaban. El halcón cargó a su compañero con sus patas y voló a la cueva, donde se adentró una vez más. Llegó a la cueva más grande y repleta de flores, pero todas estaban en llamas y el humo comenzaba a concentrarse en el lugar.
Al fondo se veía una silueta extraña que no se distinguía bien por el humo. Conforme se acercó al centro de la cueva incrementó su tamaño, era tres veces la estatura de Ascensorem. La silueta abrió unas alas que le colgaban de los brazos como a un ave, las agitó y el humo a su alrededor se dispersó.
Entonces Ascensorem pudo verlo. Esos ojos dilatados que había visto por última vez en el laberinto del Castillo Escarlata lo habían encontrado de nuevo.
Dejó a Hans en la entrada de la cueva. Se acercó un poco a su bisabuelo.
—Tú no te rindes ¿verdad?
Esperó una respuesta, pero los ojos de Argue se veían perdidos, instintivos. Respiraba como si no hubiese nada de humo y en sus ojos se reflejaba todo el fuego de la cueva. Ascensorem pensó en algún plan mientras tosía. Tenía dos opciones: o regresaba y se entregaba con Domein, con la posibilidad de ser alcanzado y cazado por su bisabuelo, o se enfrentaba a él de una vez por todas y continuaba el camino de la cueva para escapar del Capitán.
Miró a los ojos al Dragón de Quetzal y en cuanto preparó un par de sus plumas afiladas, este lo notó y se le lanzó con las garras de frente. Cuando estuvo muy cerca de él, el halcón saltó y luego se impulsó pisando la cabeza de su pariente. Al girar para lanzarle sus plumas a la espalda, Argue ya había girado y logró taclearlo, lanzándolo a la pared de la cueva.
Ascensorem llegó al piso y se refugió en uno de los arbustos de flores brillantes que aún no estaba incendiado. Mientras tanto su bisabuelo daba la vuelta a la entrada de la cueva, algo
había llamado su atención: eran los guardias, que recién encontraban el lugar.
Comenzaron a apuntarle con flechas y lanzas que luego Argue esquivó, pero pronto entraron más y más guardias. Ascensorem buscó la otra salida desde su escondite, debía de haber una de acuerdo al mapa de la pared de la cueva, que ya desde un punto panorámico, se veía inmensa.
¿Sería esta caverna otra salida del laberinto del Castillo Escarlata? ¿Justo al otro lado de Honora? Imposible, algo andaba mal. Alcanzó a ver un agujero un poco más pequeño que él y corrió a escabullirse, pero antes de entrar en él, se detuvo a pensar en el fuego, no había ningún combustible dentro de todas las rocas y las flores no habrían podido iniciarlo.
Al principio no le dio importancia, pero luego volteó para asegurarse de que nadie lo siguiera y se percató de que su bisabuelo, Dragón de Quetzal, estaba escupiendo fuego, cosa que jamás había visto antes en su especie. Luego observó a los guardias, todos idénticos a Raldo, con ballestas iguales a las suyas. Y ni siquiera se dio cuenta de que su amigo Hans había desaparecido.
Hubo silencio inquietante. Los guardias dejaron de atacar a Argue y este se detuvo en seco para voltear a ver lentamente a su bisnieto, quien giró rápidamente al agujero para meterse, pero ya no estaba, y solo le quedó mirar cómo todos llegaban corriendo y volando hasta él para matarlo.
Despertó de golpe, sudando y agitado. Se sentó de inmediato y miró a su alrededor, todo estaba tranquilo: las flores no estaban en llamas, en la entrada no había guardias y los ojos dilatados de su bisabuelo no estaban en ninguna parte de la cueva.
«Maldito sueño», pensó. Se recostó y trató de meditar lo que había ocurrido, pero no pasó mucho tiempo para que sintiera otra presencia, definitivamente no estaba solo en la cueva.
Miró la entrada, arriba, a los lados, y cuando se volteó fue deslumbrado por una luz blanca. Al principio, su posición defensiva no lo dejó reconocerla, pero había mucha diferencia entre estar frente a Argue y frente a esta criatura que exponía cierta paz. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz pudo verla: la Luna Menguante Menor a la que tanto escribía, se había presentado frente a él con toda su hermosura.
—Te ves tenso —dijo la Luna.
—¿Tú me estabas dando ese sueño? —La Luna asintió—. Un poco menos terrorífico para la próxima ocasión, por favor —bromeó.
—Yo no lo hice así, tu bisabuelo siempre se mete en tu mente sin que yo pueda hacer algo.
—Lo que da un poco de miedo… Tal vez aún esté en el laberinto y aprendió a salir de ahí sin su cuerpo o algo así, y por eso puede visitar mis sueños. —Silencio—. ¿Qué haces por aquí? ¿No podrías simplemente mandarme el sueño desde tu Luna?
—No. La importancia que te dieron en el Consejo de Lunas es mayor, Halcón de Quetzal, tengo que venir yo misma a indicarte lo que me pidan.
—Entonces, ¿has estado a mi lado cada vez que sueño algo así? —Ella asintió—. Vaya, de haber sabido. Pero ¿qué me viniste a decir ahora? ¿Viviré una pesadilla?
—Que vendrán a capturarte.
—Vaya advertencia. Por cierto, no tienes que llamarme «Halcón de Quetzal», dime Ascensorem.
—Eso no es todo. Tienes que dejarte capturar.
—Está bien… Volviendo a lo anterior, tal vez deba dejarte de llamar «Luna» si nos veremos seguido, te diré… Calisto, como el nombre de tu Luna.
—Escucha, Ascensorem, debes dejarte capturar, solo así podrás conocer los planes de tu rival.
—Me llamaste «Ascensorem» —dijo mientras sonreía.
—¿No me estás escuchando?
—Sí, sí, Domein me capturará y así conoceré lo que va a hacer el horrible arácnido.
—No, Domein. Piensa un momento… ¿El ídolo rojo? A eso viniste, Ascensorem, sabes de lo que es capaz.
—Y una vez más me llamaste por mi nombre y te digo algo, sonó muy bien.
—Déjalo, halcón, entiende que lo que quieres no puede suceder, que tus sentimientos no te distraigan de tu misión.
—No me distraes, al contrario, me inspiras.
—¿No te das cuenta? Soy del Reino de los Cometas, un reino que está sobre el tuyo, al que no puedes subir ni yo puedo quedarme aquí.
—Pues me basta con esto, me basta con tus ojos… Si esto es todo lo que puedo tener contigo, no lo quiero desperdiciar.
—Entiende que lo nuestro es un mal chiste para ambos.
—¿Lo «nuestro»?
Calisto se dio la vuelta para adentrarse a la cueva.
—Adiós, halcón. Suerte con el ídolo.
—¡Espera! Al menos dime si me has escuchado en las noches.
Ella se detuvo de golpe por un instante, en sus ojos se vio un destello de melancolía que Ascensorem no pudo ver porque estaba de espaldas. Luego Calisto desapareció al fondo de la cueva.
Comenzaba a amanecer y la luz del sol entraba a la cueva directamente. Raldo estaba perdido en sueños, Hans desayunaba un par de frutos rojos.
—Es difícil creer que un amanecer así se puede ver desde un lugar como este —inició Ascensorem.
—Por un momento creí que te habías perdido en la cueva.
—Pude haberlo hecho, pero en lo profundo hay un mapa pintado con flores brillantes.
—Suena bien. Podríamos entrar a explorar.
—Será una aventura para otro día, tenemos cosas importantes que hacer. Tuve un sueño.
—¿De tu amor de la Luna? —Ascensorem asintió—. Algún día deberías presentarme a alguna de sus hermanas del Consejo de Lunas, o al menos alguna pariente del Reino de los Cometas —bromeó Hans —. ¿Qué soñaste?
—Más tarde te cuento, pero por lo pronto debes confiar en mí.
—Lo hago. Y deberías considerar presentarme a una de las que te digo.
Raldo comenzó a despertar.
—Mira, el integrante de «el trío de forasteros amistosos» despertó.
—¿A qué te referías con eso, Raldo? ¿No eres de aquí?
—No, fui arrastrado hasta aquí.
—¿Desde dónde? —preguntó Hans.
—Desde Terra. Ahí nací y crecí, hasta que fui lo suficiente para venderme como esclavo a Domein.
—¿Por eso lo sigues con lealtad? —preguntó Ascensorem, y Raldo asintió.
—Al principio me colocó en un barco, a jalar los remos. Luego crecí en fuerza y musculatura y me propusieron como guardia cuando hicieron falta. Al final, mi Capitán me escogió y me puso en los altos mandos, hasta que llegué a ser su guardia principal.
—Pues a ese Capitán al que eres leal, están por quitarle su territorio y todo lo que tiene, y lo peor es que él mismo se está despojando de eso sin saberlo.
—¡Eso es imposible! El mismo Capitán ahorcó a quienes trataron de hacer eso, no tiene sentido que él mismo lo vaya a hacer.
—El ídolo, ¿recuerdas? —Raldo dudó—. Es más, si no me crees, cree esto: hoy mismo nos hallarán y nos capturarán sin que pongamos resistencia —dijo el halcón.
—¡Qué! —exclamó Hans—. No me iré sin luchar.
—Confía en mí. Y Raldo, debes saber que nos dejamos capturar para poder ver todo desde cerca con Domein, pero necesitaremos tu ayuda para eso.
—Solo un par de tontos se dejaría capturar. No te creo nada, halcón, cuando tengan la oportunidad nos atacarán y terminarán con la flota de mi Capitán, estoy seguro de eso.
Raldo estaba confundido, pero al atardecer llegó la flota de Domein con él en el barco principal. En la playa bajaron los guardias suficientes para cubrir toda la isla, justo como en el sueño de Ascensorem. Hans se puso en posición de ataque y el prisma comenzó a brillar.
—¡Hans! ¡Espera!
—¡No me dejaré capturar, Ascensorem!
—¡Esto es parte de mi sueño! Es parte de los planes de la Luna. —Hans lo miró con duda—. Tienes que confiar en mí.
Raldo los miraba. El halcón volteó a verlo y se acercó a él para desatarlo. Se reunió otra vez con Hans, quien estaba tranquilizándose y observaron cómo todos los barcos estaban en la orilla, con sus cañones apuntándoles. El barco principal dejó caer un puente y el Capitán Domein bajó lentamente, con su posición propia y formal, se les aproximó mirándolos hacia abajo.
—¿Así de fácil? —preguntó.
—Así de fácil —contestó Ascensorem.
—¿Por qué? ¿Por qué tuvieron que complicar las cosas y al final se entregan así? Me han provocado un horrible dolor de cabeza.
—No se olvide de quitarle el collar al humano, señor —dijo Raldo.
—No creo que sea necesario, ¿o sí, Monterrojo? —Hans negó—. En fin. Átenlos y llévenlos a la celda más profunda que tengamos —ordenó y comenzó a darse la vuelta para retirarse.
—¡Qué! ¡Nos estamos entregando, araña! —exclamó Hans y el Capitán Domein giró inmediatamente para darle una bofetada con dos de sus patas huesudas, justo en la cara. El Cazador cayó sobre sus manos y escupió saliva con sangre. Volteó a ver a Ascensorem, quien lo ayudó a levantarse.
—Respeta a tu nuevo amo, humano —dijo Raldo tratando de ocultar su confusión, los ató con la cuerda con la que lo habían atado a él y se los llevó a las celdas del barco, mientras pensaba en lo que había dicho Ascensorem.