Capítulo Quince

Cruzaron un desierto para llegar a la Capital, nuevamente la princesa y sus guardias permanecían como si fuera un paseo en los manantiales, mientras que Raldo y Ascensorem no le veían fin a tanta arena. El halcón aprovechó para contarle más a Aran de lo que habían vivido en Scelus, de su rivalidad con Domein, de su lucha contra los fenómenos naturales y de la pérdida de Hans.

En el camino se encontraron con un par de mercaderes, aves gigantescas, mantarrayas ocultas en la arena, reptiles del tamaño de los Rinocerontes Negros, uno que otro grupo de tribus que viajaban en dirección contraria y flores venenosas y andantes que se escabullían de un lugar a otro.

—Acamparemos aquí, la Capital está a una hora de camino. Si lo que dicen es cierto y ya hay ídolos allá, será más seguro ir en la mañana.

Estuvieron de acuerdo. Los guardias colocaron la tienda y encendieron una fogata, luego se sentaron alrededor.

—Nunca supe de una princesa que tuviera tanta libertad como usted —comentó el halcón—. En el Castillo Escarlata rara vez salían de sus estancias.

—Como lo dije antes, el lugar de un verdadero líder está entre su pueblo, poniendo el ejemplo.

—¿Y el Rey piensa lo mismo?

—No. Pero no puede evitarlo. Algún día lideraré la tribu y quiero que sea a mi manera, sin tantas políticas absurdas ni protecciones innecesarias, tal vez traeré a los guardias conmigo, pero quiero que el pueblo me vea como una de ellos.

—Eso es bastante conveniente —dijo Raldo, y otra vez lo miraron con extrañeza.

—¿Cómo son las tribus? ¿Cómo gobiernan su territorio?

—El territorio está dividido conforme a las tierras que los seres antiguos del desierto asignaron a cada representante, hace mucho tiempo. Cada una tiene algo en particular, en nuestro caso son los Rinocerontes Negros, son los únicos en su especie y son inteligentes como nosotros.

—Esas cosas no se ven inteligentes —dijo Raldo, entonces la bestia de la princesa gruñó y talló su pata frontal derecha contra la tierra, simulando prepararse para embestirlo. Raldo se inquietó—. ¡Hey, hey…!

—Que no hablen como nosotros no significa que no sean inteligentes, simplemente no está dentro de sus capacidades. Cuando su especie se unió con nuestra tribu, hicieron un pacto que nos ligó a ellos de alguna forma, nuestras mentes se entienden aunque nuestras palabras no lo hagan.

—¿Te refieres a alguna clase de idioma interno? —preguntó Ascensorem.

—Una conexión. Algunos sabios dicen que solo es algo físico, algo natural, pero yo creo que nuestras almas se comunican. —Aran se levantó y puso su cabeza pegada a la de su rinoceronte, lo acarició por unos segundos.

Raldo trató de corregir el miedo que mostró ante la bestia levantándose e inflando el pecho, miró al horizonte: de cerca había una que otra flor de fuego corriendo por la arena y enterrándose en ella, de lejos se veían casas, pero lo que llamó su atención fueron un par de luces verdes distribuidas en varios

puntos de la ciudad.

—Halcón… —titubeó.

Ascensorem se asomó y también pudo notarlo.

—¿Todo bien, forasteros? —preguntó la princesa.

—Sí —contestó el halcón—. Solo queremos asegurarnos de que todo está bien en la Capital mañana.

—Bien. Esperemos que así lo sea.


A la mañana siguiente se dirigieron a la ciudad. Muchos de los que solían estar en la Capital eran viajeros, había criaturas de muchas especies, incluyendo bastantes de las bestias que montan las tribus de Terra: búfalos albinos, osos cósmicos, reptiles medianos y otros más abarcaban las calles con sus amos.

La princesa no veía nada fuera de lo común pero, al adentrarse más, pasaron por una cabaña de cuya chimenea todavía salía humo. Se iban a pasar de largo cuando Raldo y Ascensorem notaron cierto aroma a incienso. El halcón indicó a Raldo que siguiera con ellos, él iba a investigar.

Se sentía observado. Se escabulló por detrás de la cabaña. Estaba cerrado. Miró arriba y había unas rendijas, las velas estaban apagadas. Extendió sus alas y se elevó hasta llegar al balcón. Acercó su rostro y vio hacia adentro, casi no se notaba nada, pero el aroma del ídolo se intensificó. Buscó otra entrada. No había ninguna. Notó que la chimenea era bastante ancha, era su oportunidad para comprobar que el ídolo rojo se había expandido.

No le costó tanto trabajo bajar. Trató de no hacer ruido. Era una cabaña convencional, mediana, no veía nada fuera de lo común hasta que se dio cuenta de que las ventanas estaban tapadas por dentro con tablas, mal clavadas y desalineadas. A la izquierda: una puerta. Por abajo salía humo, pero nada se estaba incendiando. Trató de abrirla pero estaba cerrada. Pasó una de sus plumas de Quetzal por la cerradura. Se abrió.

Todo el humo contenido le golpeó la cara y comenzó a toser. La única luz era la que pasaba por la entrada. Al fondo se veía un ídolo rojo, no había nada más en la habitación. Estaba completamente apagado y en las paredes, huellas de manos y cuerpos. Cualquier cosa que se haya sacrificado en ese lugar, había puesto resistencia.

Salió lo más pronto que pudo. Estaba seguro de que alguien lo vigilaba. Llegó a la punta de la chimenea y vio a un grupo de gente alejándose del lugar. Más adelante los rinocerontes estaban varados tomando agua, no había guardias, ni la princesa, ni Raldo. Emprendió el vuelo y fue a buscarlos.

Llegó a una de las plazas de la ciudad. Decorada con varias fuentes, un kiosco y en el fondo una explanada quemada, el humo todavía salía del suelo y había poca gente observando. Alrededor estaban los guardias vigilando, Raldo y Aran analizaban.

—¡Mira! —dijo la princesa al ver descender al halcón.

Había más huellas de manos y cuerpos en las paredes, manchas rojas alrededor de una marca central, y luego un camino de ceniza que los llevó hasta una bodega cercana. Por debajo del portón de madera salía humo que olía al mismo incienso. Lo abrieron y ahí estaba otro ídolo, más grande de lo normal.

Quedaron atónitos. La princesa se daba cuenta de que todo lo que le habían contado era verdad; Raldo recordaba el miedo que sintió en la cúpula cuando vio al Caballero Rojo hacer su ritual; Ascensorem pensaba en lo que seguía: advertir a los jefes del lugar.

Se quedaron todo el día explorando las calles, sintiéndose observados, hablando con la gente que se veía asustada, esquivando a la que se veía «normal», analizando qué tan lejos había llegado la bruja con su ídolo, siempre alertas de cualquier ataque que pudiesen recibir.

Cuando cayó el atardecer regresaron a su tienda en el desierto. Media hora después se volvieron a encender las antorchas verdes de la cuidad, pero esta vez un poco más.

—¡Me siento impotente! Hay criaturas allá que aún no caen —exclamó la princesa. Su rinoceronte soltó un gruñido.

—Si hacemos algo, el Caballero Rojo nos hallará, tal vez aún piense que morimos en el mar con Domein —contestó Ascensorem.

—¡Habrá más rituales esta noche, más sacrificios! Además ya debe de saber que están aquí, me sentí observada todo el día. —alegó ella.

—¡Lo sé, princesa! —dijo el halcón y los guardias lo vieron con disgusto—. Pero no podemos hacer nada aún, somos los únicos que nos interponemos entre el Caballero Rojo y sus planes, ya una vez intentó acabarnos, y de hecho, terminó con uno de nosotros. Si ya sabe que estamos aquí y no hizo nada, es porque aún no tiene la capacidad o está esperando algo.

—Aunque quisiéramos atacar ahora, las criaturas que están ahí fueron hipnotizadas, no tienen la culpa de lo que sucede —argumentó Raldo.

—En eso tienes razón —dijo Aran y Raldo se paralizó—. No es su culpa… Tenemos que encontrar a esa bruja y deshacernos de ella de una vez por todas.

—Pero antes debemos advertir a tus superiores, si los líderes de las tribus de Terra se enteran de todo esto, evitarán que los ídolos lleguen a sus casas.

—¿Crees que nos escuchen, halcón? —preguntó Raldo.

—A ella, más que a nosotros.

—No lo sé… —Volteó con su bestia, la miró como si se estuviesen diciendo algo—. Los líderes de las tribus son ancianos que no quieren aceptar nada que no digan ellos.

—Pero tú eres la hija de uno, ¿no es así? —preguntó Raldo.

—Sí… pero aún mi padre es complicado.

—Entonces usa ese espíritu que tienes de cambiar las cosas. Tu padre no te dejaba salir y mandó guardias contigo porque no te pudo contener. Haz lo mismo con esto, pídele que ponga criaturas a tu disposición para expulsar a los ídolos de Terra —dijo Ascensorem.

—No es así de fácil, pero… lo intentaré. —Se dirigió al rinoceronte—. Esperemos que esta vez sí nos escuchen.

—Seremos insistentes —continuó Ascensorem.

—Tenemos que serlo y apresurarnos, antes no veía tantos rituales como aquí…, tal vez no eran tan necesarios, pero la sangre derramada también le da más poder, lo vi cuando convocó a los jefes de Scelus —concluyó Raldo.


Llegaron con mucha prisa a la estancia del padre de Aran, el líder la Tribu del Hueso Negro. Estaba en una silla construida con huesos blancos y tallados con diversas marcas e insignias. El sujeto ya era un anciano, no tenía armadura, solo un par de pieles que cubrían su cuerpo y una corona de huesos de Rinocerontes Negros, tan pesada que su cuello se había encorvado hacia adelante con el paso de los años.

—¡Padre! Hemos venido con malas noticias. Estas criaturas tienen algo que decirte.

Ascensorem se paralizó, creyó que la princesa era quien le iba a contar todo a su padre para convencerlo. Tuvo que improvisar.

—Rey de la Tribu del Hueso Negro, me presento: soy Ascensorem, un Halcón de Quetzal nacido del otro lado de Honora, en la Nación Escarlata. Y este es mi compañero, Raldo.

—No soy un rey, hijo —contestó él. Ni Ascensorem ni Raldo supieron qué decir.

—En nuestra cultura, no son reyes los que lideran nuestras tierras, sino Khalfanis —dijo la princesa.

—Pero ¿no tiene un nombre…, señor? —preguntó Raldo.

El halcón se rascó la ceja.

—Mi nombre es Khalfani desde que soy líder de mi tribu.

—Bueno, Khalfani, hemos venido desde Scelus a advertirle del Caballero Rojo.

—¡Son de Scelus y los trajiste hasta aquí, hija!

—No son de Scelus, padre, bueno…, uno lo es. Pero escucha lo que tienen que decir.

—Con todo respeto, señor, realmente le interesa lo que traemos —dijo Ascensorem.

Khalfani vio a su hija con frustración, pero finalmente accedió.

—Te escucho, joven halcón.

—Una bruja que se hace llamar «El Caballero Rojo» está uniendo a todo Scelus para conquistar las demás tierras de Honora, mi señor; usa un ídolo para infiltrarse sin que nadie se dé cuenta.

—Olvídalo, hijo, no lograrían introducir un ídolo en nuestras tierras, no con nuestra historia.

—¡Pero es que ya lo han hecho, padre! Fuimos a la Capital de Terra y ya han hecho sacrificios por el ídolo, se está adueñando de la población para ponerla en nuestra contra.

—¿Están seguros de lo que me están diciendo?

—Así es, señor, no le molestaríamos si no fuera tan importante. —Asintió el halcón.

—Yo le aconsejo que actuemos de inmediato, señor —dijo Raldo.

El último comentario inoportuno del exesclavo de Domein había sido adecuado, casi no tenían tiempo, solo debía pasar al menos una semana para que todo Terra ya fuese hipnotizado y, por lo tanto, corrompido. El Khalfani pensó por un momento. Observó la ansiedad de los forasteros y, sobre todo, la de su hija y tomó una decisión.

—Bien. Yo mismo iré en persona a hablar con los demás líderes de las tribus, los convocaré a una reunión y mañana por la tarde tendrán una respuesta. Mientras tanto, forasteros, dormirán fuera del campamento de mi tribu.

Los tres agradecieron y salieron de la estancia.

—No fue tan difícil —dijo Raldo.

—Sobre todo porque casi no dijiste nada, compañero —respondió Ascensorem.

—Aún no celebren, falta todo el proceso político que tienen mi padre y todos los líderes de las tribus.

—¿Qué proceso? —preguntó Raldo.

—Antes de tomar una decisión, se ponen a analizar si no les perjudica.

—Creí que eso era normal —comentó Ascensorem.

—No. Me refiero a que les interesa más saber si tomar la decisión no les quita riquezas, ni nada que provenga de sus tierras; muchos de ellos son demasiado egoístas y orgullosos como para aportar algo.

—No tienen opción, si no aportan algo ahora, más adelante les quitarán todo.


Esperaron todo el día y toda la noche, descansando y recuperando fuerzas para lo que viniera; pensando en lo que harán cuando se encuentren con el Caballero Rojo y en todo lo que han perdido por su causa.

Al día siguiente regresó el Khalfani, con toda su escolta de los mejores guerreros y los Rinocerontes Negros más grandes. El padre de Aran venía indiferente a su hija, como cada que tiene que decirle algo que no le gustará. Oyeron el ruido de la manada y Ascensorem y Raldo se levantaron, la princesa salió de su tienda. Khalfani llegó a ellos y solo se detuvo un momento.

—Los ídolos de los que me hablan no representan una amenaza para los jefes de Terra —dijo.

—¿Qué no son una amenaza? —se quejó su hija—. ¡Padre! Asesinaron criaturas inocentes en la Capital e hipnotizaron a otras. ¿Eso no es una amenaza?

—Solo los consideramos peligrosos, pero no una amenaza como la que dicen. Mandarán guerreros a la Capital para deshacerse de ellos porque yo se lo pedí, y también irán guardias a la frontera de Scelus con Terra, para asegurarse de que nada inusual ocurra. Pero no hay nada más que pueda hacer.

—Acabarán con ellos… —dijo Ascensorem— o también los usarán contra nosotros.

—Son guerreros fuertes, yo también mandaré a un grupo. Los jefes de Terra consideramos que es mejor pedir consejo a las demás naciones para saber qué hacer.

—Querrás decir que les pedirán recursos, para no usar los suyos —alegó la princesa—; pero cuando lleguen, Terra ya estará dominada.

—Deben irse cuanto antes, forasteros. No deseo que sigan contagiando a mi gente con sus ideas conspiracionales.

—Agradezco el que haya viajado para consultarlo, Khalfani, partiremos al amanecer —dijo el halcón.

—¡Padre Khalfani!

Su padre la miró sin hacer ninguna expresión más que mostrar el mismo rostro amargado de siempre, levantó la mirada y siguió adelante.

—Raldo y yo agradecemos mucho lo que has hecho por nosotros, princesa. Pero ahora es tiempo de partir.

—¿Qué harán ahora? No pueden dejar las cosas así —dijo Aran.

—Lo sé. Estuve pensando en qué hacer por si los jefes de Terra no accedían y podemos ir nosotros mismos e insistir o viajar a Starfelox, la otra frontera de Scelus, llamar la atención de las autoridades para advertirlas.

—Aunque eso tomaría más tiempo —opinó Raldo—. Para cuando nos hagan caso, Terra ya habrá caído.

—Pero al menos podremos advertir a otras naciones. Si nos quedamos aquí y la mayoría de seres ya está corrompida, el Caballero Rojo intentará matarnos otra vez y ahora no hay mar, ni bestia de huracán, ni Hans que nos protejan.

—Pero estoy yo, y están los que me siguen. Tengo muchos conocidos en las demás tribus de Terra, esta misma noche podríamos ir a convocarlos —propuso la princesa. Ascensorem se frotó el rostro y negó con la cabeza.

—Es una buena idea, halcón. Si llama a los suyos tendremos un ejército, más guerreros que nos apoyen —dijo Raldo.

—¿Ya lo pensaste bien, Raldo? Perdón, princesa Aran, pero no sabemos qué tantas tribus estén corrompidas por el ídolo; si la Capital ya lo está, dudo que no lo esté toda la nación y tal vez por eso no accedieron los demás Khalfanis.

—Yo no lo estoy, y no lo está mi tribu, ni los que me siguen aquí.

—¿Ya ves? Tal vez las otras tampoco lo estén —continuó Raldo.

Ascensorem les pidió un momento para pensarlo, aunque en realidad buscaba alguna señal de su Luna, aquella que le había dado dirección anteriormente. Realmente no sabía qué hacer: irse implicaría la conquista segura del Caballero Rojo sobre Terra, quedarse, su posible muerte. Luego de unos minutos regresó con ellos.

—Bien, hay doce tribus, nos dividiremos para abarcar más en una noche. princesa, redacta varias cartas a tus conocidos con tu letra y tu sello para que a Raldo y a mí nos identifiquen cuando lleguemos a ellos. Al convencer a unos, pide en las cartas que manden a otros mensajeros a otras tribus, para expandir el mensaje más rápido.

La princesa Aran quedó tan satisfecha con la decisión de Ascensorem que no le importó que le diera órdenes. Redactó las cartas tan rápido como pudo y regresó con ellos, les dio un par de mapas y brújulas para que se guiaran y llamó a sus guardias, para que dos acompañaran y guiaran a cada uno.

—Nos veremos del otro lado de la Capital, más cerca del castillo principal, donde podremos observar todo de más cerca —indicó la princesa.

Emprendieron su viaje en cuanto atardecía. Raldo visitó a una tribu que, en lugar de montar Rinocerontes Negros, monta panteras desérticas, aladas y negras; la princesa Aran visitó a una tribu que monta búfalos albinos; Ascensorem fue en busca de una tribu que monta osos cósmicos, seres de pelaje brillante de noche, con tonos azules y brillos parecidos a las estrellas.

Luego esas tribus llevaron el mensaje a otras más, hasta completar las doce tribus. En día y medio parecían haber concluido la llamada de atención a los conocidos de Aran. Con muchos o pocos, asistieron adonde indicaron en las cartas, cerca del castillo de la Capital.

La princesa Aran se colocó la máscara de hueso, se subió a un bulto de paja y comenzó a hablarles.

—Por favor, pongan atención, no tomaré mucho tiempo, pero deben creer lo siguiente. —Todas las tribus la miraban, hasta sus bestias habían guardado silencio—. Les he llamado, hermanos, porque alguien está tratando de adueñarse de nuestras tierras. Pero la Luna Calisto nos ha enviado a un intercesor inusual: un Halcón de Quetzal que nos ayudará a librarnos del Caballero Rojo, la bruja está tratando de introducir a un ídolo con tal de que lo adoremos y caigamos en su hipnosis. ¡No se

dejen engañar! El ídolo rojo ya lo ha hecho en la Capital… —señaló el castillo detrás de ella.

La princesa dio lugar a Ascensorem en el montón de paja y lo dejó hablar.

—Ya han comenzado a hacer sacrificios para tener más fuerza. Lo que necesitamos es que busquen en las tiendas y en cada rincón de sus tribus si hay uno oculto. Tengan mucho cuidado, si los hay, significa que ya hay criaturas corrompidas sirviéndole. ¡Destruyan el ídolo antes de que les consuma! ¡No lo piensen! ¡No titubeen! Si quieren permanecer en sus tierras, dueños de su libertad.

Bajaron de la paja y concluyeron. Había bastantes algarabías, era poco creíble que un ídolo estuviese actuando sin que lo hayan notado, aun así la mayoría accedió y regresó a sus tierras, buscando sin ser vistos, analizando sin dejar rastro, callando si encontraban algo.


Ascensorem y Raldo levantaron una pequeña tienda en donde citaron a las tribus, decidieron dormir y luego advertir en las fronteras de Terra con otras naciones que no dejaran Ascensorem y Raldo levantaron una pequeña tienda en donde citaron a las tribus, decidieron dormir y luego advertir en las fronteras de Terra con otras naciones que no dejaran pasar a ningún ídolo. Pero en la noche, toda la Capital comenzó a oler a incienso, tanto, que el aroma llegaba hasta donde estaban descansando.

Se levantaron y salieron. La Capital estaba a un par de kilómetros pero, aun así, les había llegado el olor que anteriormente no percibían tan fuerte. Observaron un momento y una luz verde se encendió en la última habitación de la punta más alta y grande del castillo, en lugar de dispersarse las llamas salían por los ventanales, los domos y las puertas; la luz y el humo cubrían como un manto todo el lugar.

—Iré a ver qué está sucediendo.

—Yo… —titubeó Raldo—, yo creo saberlo.

—Oh, no… ¿Lo mismo que en la cúpula con los tiranos de Scelus?

Raldo asintió sin dejar de ver el castillo. Ascensorem no lo dudó y emprendió el vuelo, quería ver más de cerca lo que hacían y si el Caballero Rojo ya había puesto en marcha su estrategia.

Llegó a la frontera de la ciudad y cruzó el muro volando. Todas las tiendas y construcciones estaban oscuras, hasta que una por una comenzó a encenderse de los mismos tonos que el castillo. Se elevó más para no ser visto. En varias partes el ídolo lanzaba sus llamaradas. Las criaturas caminaban hacia

ellos con ojos verdes.

Ascensorem llegó a una de las torres y se detuvo en la punta de una, pero también se encendieron y tuvo que volar otra vez. Cuando extendió las alas, fue visto por uno de los guardias, que ya tenía los ojos humeantes; gritó y buscó sus armas, pero Ascensorem ya estaba fuera de su alcance. A lo lejos hubo caos, se oían gritos y algunas tiendas se prendían en fuego rojo. Cerca, el halcón pudo ver cómo seres corrompidos perseguían a quienes se estaban resistiendo. Ascensorem bajó lo más pronto que pudo, y repartió plumas de Quetzal a las piernas de los asesinos, luego guio a los sobrevivientes a un lugar donde ocultarse, pero pronto en otra calle habría más persecución y muerte.

Ayudó a quienes pudo. Su noche se resumiría en el mismo instante: seres de ojos verdes tratando de capturar a las criaturas que se resistían al ídolo, para obligarlas a adorarlo u ofrecerlas en sacrificio. Tras ayudar a unos y llevarlos a un lugar donde se pudieran ocultar, regresaba por otros, mientras luchaba con los demás entre llamas verdes y rojas, entre incienso y cenizas.