Capítulo Siete

En la mañana, Hans se despertó antes de su compañero y lo vio aún dormido, con el rostro pegado a las Crónicas Ascensorem. Poco a poco, quitó el libro y colocó una almohada, el halcón

ni siquiera lo sintió.

Abrió el libro y leyó por un rato lo que su amigo había estado escribiendo: cuando entró a Scelus, algunos sucesos de su viaje desde el País Escarlata y, sobre todo, poesía y una anécdota detallada de su encuentro con la Luna Calisto.

—¿Sabes que es de mal educación leer el libro personal de alguien? —dijo Ascensorem mientras se tallaba los ojos.

—En realidad, creo que sirve para conocer más a la persona, y vaya, que ahora sé por qué aceptaste la tarea de una criatura desconocida —contestó Hans sin quitarle atención al libro.

—Aun así, es de mal gusto. —Y aunque lo fuera, a Ascensorem no parecía importarle.

—O eres muy bueno con esto de la poesía o encontraste a la musa perfecta.

Ascensorem sonrió.

—Creo que tiene que ver con ambas cosas. Aunque he descubierto que soy bueno escribiendo.

—¡Vaya ego! Ahora entiendo la autoestima que tuviste al ponerle tu nombre a un libro completo.

—Ah no, «Ascensorem» es el apellido de mi familia.

—Creí que era tu nombre.

—Lo es. Cuando mis padres me tuvieron, decidieron llamarme por el apellido de nuestro linaje, como símbolo del último «Ascensorem».

—Vaya… Entonces, ¿el libro lo escribes en nombre de tu ascendencia?

—Solo es mi parte del libro. Otra de las rarezas de mi familia es que por muchísimas generaciones, cada integrante ha escrito sobre su vida. Parte del libro original fue guardado en el Castillo Escarlata al llegar mi bisabuelo cuando era joven. Cuando regrese, si es que lo hago, se agregarán mis hojas y formarán parte de las crónicas de mi linaje… Tal vez sean las últimas que se añadan.

—Parece que siempre tienes algo nuevo que contar. —Callaron por un momento—. Y ¿cómo es tu relación con la Luna? ¿Salen a cenar en el día para que en la noche vaya a ponerse en los cielos de Honora? —bromeó.

Ascensorem se apenó.

—No hay nada. Es extraño pero de vez en cuando me manda sueños para revelarme algo que esté a punto de suceder. Como la primera vez que me quedé en el campamento de Domein, pero… —En ese momento, el halcón recordó que no solo soñó eso, sino también a su bisabuelo.

—Pero ¿qué? —interrumpió Hans en el silencio de Ascensorem.

—A veces los sueños se distorsionan, de acuerdo a lo que esté pasando en esos días —fingió.

Antes de que surgiera otra pregunta, se abrió la puerta y llegaron el Capitán Domein y Raldo, junto a ellos un humano de físico notable, solo llevaba un pantalón y tatuajes negros en los brazos.

—Estimados prisioneros —comenzó Domein—, les presento al sustituto de Hans: el esclavo número 329.

Tenía la mirada centrada y agresiva, era de tez clara y su número estaba marcado con quemaduras en medio del pecho.

—¿Cómo que mi sustituto?

—Este es otro de tu grupo fanático, es un Cazador de Fenómenos, o era, digamos que su mentalidad ya no es la misma, pero sabe controlar tu prisma, me sirve con fidelidad y obediencia, con eso me basta.

—Creí que tú aprovecharías su poder, Domein —dijo Ascensorem.

—No, halcón. Tengo demasiado que hacer liderando mi imperio. Al principio lo consideré, pero ¿por qué ir a una batalla si puedes mandar a alguien? De todos modos he estado «tomando clases» para controlarlo algún día. —Raldo se acercó a su oído y le susurró un par de palabras, luego el Capitán

asintió—. Es hora, caballeros.

—¿Qué harás con nosotros? —preguntó Hans mientras Raldo se llevaba al esclavo 329.

—Por ahora no puedo hacer nada más que llevarlos conmigo. Se supone que todo tu ser está vinculado con el amuleto. Si te alejas demasiado, parte del poder del collar se queda contigo, si estás cerca, el nuevo esclavo podrá utilizar todo su potencial.

—Pues entonces tendré que negarme a ir con ustedes.

—¿Que no te lo enseñaron? Parte de la vinculación incluye tu salud física, ¡vinculaste todo tu ser!, y a menos que quieras morir aquí, te sugiero que vayas por las buenas. Tú también puedes venir, halcón, si es que lo prefieres.


Encerraron a Ascensorem y a Hans en el calabozo de uno de los barcos, a través de una rendija entre la madera alcanzaban a ver algo de lo que ocurría afuera: el esclavo 329 se aproximaba a un huracán que estaba cerca de una de las costas del Mar de Scelus.

Cuando llegó, levantó las manos y poco a poco las fue juntando haciendo presión en el aire que había entre ellas. Los dos observaron un par de minutos, hasta que Hans comenzó a respirar de forma extraña.

—¿Estás bien, Hans?

—Sí, solo necesito un momento…

—Siéntate, estás algo pálido.

—Es solo la marea… —contestó agitado.

—¿Es en serio? ¿Después de tragarte un ciclón…? —Y antes de que pudiera continuar, Hans se desplomó en el piso.

No hubo tiempo de llegar a la silla del calabozo. Hans cayó en el suelo boca arriba, respirando con dificultad y sudando en frío. Ascensorem se asomó por la rendija del barco y vio que el esclavo 329 comenzaba a usar el collar con mayor exigencia.

Trató de ayudar a Hans, pero solo logró ponerlo de rodillas con las manos en el piso, mientras sufría arrebatos de dolor en todo su cuerpo, sentía como si lo exprimieran por completo.

Se vio una sombra en el piso. Ascensorem subió la mirada y ahí estaba Domein, viéndolos sin expresión alguna.

—¡Si no le dices a tu esclavo que se detenga, Hans podría morir!

—No morirá, ave, lo peor que puede pasar es que enferme, pero no morirá por peor que parezca el dolor.

—¡Está agonizando!

—Ya se le pasará… ¡Raldo! Lleva agua limpia a nuestros invitados.

El Capitán se retiró y un par de horas después oscureció.

—Ya casi es medianoche y el esclavo no termina con ese huracán —dijo Ascensorem mientras miraba a su compañero agonizante.

—Aún no pasa la peor parte, al principio solo drena poco a poco la intensidad del fenómeno, pero luego intensifica el uso del prisma y entonces sentiré más dolor.

—¿Crees que lo soportarás? Llevas horas sufriendo.

—Domein está en lo cierto, no moriré: enfermaré y luego me recuperaré. El collar me mantendrá con vida, si su activador muere, él también.

—Vaya, parece que el prisma y tú tienen cierta conexión…

—No tan formal como lo tuyo con la Luna… pero es algo parecido. —Los dos sonrieron.

Llegó la medianoche y todo estaba oscuro, solo las antorchas de los barcos estaban encendidas en tonos verdes. A lo lejos se podía ver el huracán, más contenido que horas atrás.

De repente Hans comenzó a gritar como si le estuvieran extrayendo el corazón. Ascensorem no sabía qué hacer. Raldo se apareció en el área de calabozos para ver qué sucedía. Domein había regresado al puerto en otro barco y había dejado a su guardia como encargado.

—¿Qué le sucede? —preguntó Raldo.

—¡Es el amuleto, cuando está siendo usado por alguien más, le exige a Hans parte de él! —contestó Ascensorem.

—¿Y no hay nada que puedan hacer?

Hans gritó aún más de dolor, hasta que comenzó a sentirse en el ambiente un cambio de gravedad, como si el barco estuviera cayendo desde un lugar muy alto. Raldo y Ascensorem se despegaron del suelo hasta casi tocar el techo y luego hubo un fuerte impulso que los azotó en el piso. Todos quedaron

desmayados.

Una hora después el halcón abrió los ojos e intentó reincorporarse. Miró a Hans y también comenzaba a despertar. Subió rápidamente a la silla de la celda para asomarse por la rendija, para ver qué hacía el esclavo 329, pero no parecía haber más que una playa en calma.

Trató de ayudar a su amigo a ponerse de pie cuando se dio cuenta de que la celda había caído sobre Raldo, quien seguía inconsciente.

—Debemos irnos, Hans —susurró.

—¿Qué hay de la celda?

—No hay celda, vámonos.

Pero mientras pasaban en silencio por encima de esta, Raldo alcanzó a Hans con una mano y levantó la reja con las otras.

—Si se van, el Capitán los perseguirá hasta encontrarlos —dijo el guardia.

—¡He sido cazado toda mi vida, Domein es solo uno más! —respondió Ascensorem.

—¡Nunca podrán salir de Scelus! ¡Es un suicidio!

Hans pateó la cara de Raldo mientras se levantaba y logró soltarse. Corrieron por las escaleras y abrieron la puerta, pero cuando salieron, las antorchas tenían poca intensidad de luz verde y todos los tripulantes y esclavos estaban postrados hacia el frente del barco, donde una pieza grande de madera

pesada estaba en llamas del mismo tono.

Cuando percibieron el ambiente tenebroso del barco, Raldo los alcanzó y puso sus cuatro manos sobre sus hombros, lento y en silencio. Ellos se espantaron pero él los calló de inmediato.

—Si los interrumpen vendrán por ustedes —sugirió Raldo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ascensorem.

La estatua de madera tenía seis patas que la sostenían, tenía varias caras alrededor con expresiones agonizantes que parecían moverse, más arriba, con dirección a sus adoradores, tenía tallada otra más grande, con varios ojos y una boca abierta, donde permanecía un fuego verde pasivo. Los barcos que estaban a los lados del suyo también tenían un ídolo de la misma forma y sus respectivos adoradores.

—Es un ídolo, ¿no lo parece? —contestó Hans.

Al escucharlo, la estatua intensificó su fuego, de tal modo que todas las demás antorchas del barco se encendieron tres veces más fuerte y todo se alumbró. Salió más fuego de la boca del ídolo y todos los esclavos, con ojos verdes y humeantes, voltearon al mismo tiempo hacia atrás donde estaban los tres intrusos.

Al ver que todos se levantaron y corrieron para atraparlos, Raldo empujó hacia atrás a Ascensorem y a Hans y cerró la puerta del calabozo, sosteniéndola con fuerza para que no la abrieran.

—¡Qué sucede allá afuera! —gritó el ave.

—Son ídolos —contestó Raldo.

—¡Me doy cuenta!

—¿Quieres callarte? Nos dejarán en paz si no seguimos interrumpiendo su culto.

—¿Qué ídolo es ese? —preguntó Hans.

—No lo sé, llegó hace un par de días y ya está abarcando terreno. Casi todos en Scelus lo conocen y lo adoran.

—¿Y por qué tú no?

—No creo en esas cosas. Me parece absurdo que sean manipulados por algo que ni siquiera conocen. Es raro…, en el día ni siquiera hablan de eso, como si no existiera, solo en las noches, es a estas horas cuando hacen sus rituales extraños.

—¿Domein lo sabe?

—Sí, pero no sé si lo adore, todas las noches se encierra en su oficina y nunca me ha dicho nada al respecto.

Una vez que los esclavos dejaron de empujar la puerta, Raldo puso un par de maderos para sostenerla y les indicó que bajaran las escaleras para seguir hablando.