Fueron perseguidos hasta que no les quedaba otra opción que enfrentarlos, darle cara a un destino que no escogieron, sabiendo que el irremediable fin sería la muerte.
Soy Argue Ascensorem, hijo de no sé cuántas generaciones que han escrito estas crónicas, algunos de los textos más viejos que hay ni siquiera los sé leer, porque las circunstancias no me permitieron aprender el lenguaje antiguo —ahora perdido—de mi familia. Tengo el presentimiento de que seré el último que escribirá en estas páginas, mis padres me entregaron este último conjunto de diarios antes de quedarse a enfrentar a aquellos traficantes.
También fue nuestra culpa, nos confiamos de que la cueva —en la ya llevábamos más de treinta años—nos cuidaría; hasta las piquetas de las tiendas en las que dormíamos tenían musgo. Nos enamoramos de ese refugio que nos suplía de todo lo que necesitábamos: agua, comida y un espacio para extender las alas, pero sobre todo una entrada pequeña y oculta que ni el más atento de los cazadores pudo encontrar hasta hace unas semanas.
Llevábamos tanto tiempo ocultos en aquella cueva que pasé mis años de infancia y adolescencia ahí metido. A los once años me salió la primera pluma de esmeralda en el ala izquierda, a los dieciocho ya estaba concluyendo mi hermoso plumaje; debería ser tema de celebración, pero mis padres supieron que desde ese entonces ya era objetivo para los cazadores.
Ahora tengo que esperar hasta los 80-85 para comenzar el segundo proceso de transformación que un Halcón de Quetzal sufre, porque sí, más que un «proceso honorable» —como seguramente dicen varios de mis antepasados en sus diarios—, es un proceso terrible: a nadie le gusta la idea de que el pico se nos caiga para que en su lugar crezca una mandíbula con escamas y colmillos; y se me hace una burla de parte de quienes nos crearon, que la cola nos crezca más que nuestro tamaño de pies a cabeza —vi a mi abuelo tropezar con ella varias veces—; lo único que agradezco es que todo ese conjunto nos vuelva más letales contra los que nos persiguen… ¿Cómo no íbamos a mejorar? Si luego de eso vivimos de rescientos a cuatrocientos años más.
Mi abuelo… Si no fuera por él no habríamos sobrevivido tanto ni encontrado aquel oasis, la visión también es más aguda a su edad… Ya casi cumplía trescientos treinta y ocho si no fuera por habernos confiado en aquella cueva; se podría decir que encontró su propia tumba.
He estado sentado en la punta de una de las torres más altas del Castillo Escarlata. La segunda opción de mi abuelo para refugiarnos. Leí lo que escribió en las crónicas y su intención al optar por aquella cueva en lugar de este castillo tan protegido y majestuoso, era que pudiésemos reproducir nuestra especie, crecer aceptando a otras familias perseguidas, darles refugio y así crear nuestro propio territorio en todo Honora. Quería fundar nuestra primera ciudad, una que pudiese protegerse a sí misma.
Él tenía fe en que aún quedaran bastantes Halcones de Quetzal, de ser así, su idea de la ciudad habría funcionado, pero no todas las familias que llegaron se quedaron… Las que permanecieron fueron pocas. Antes del ataque éramos tres familias, y no puedo evitar pensar en que su deseo —un tanto egoísta— fue el que terminó con tantas vidas a pesar de habernos «protegido» tanto tiempo; pero ¿qué podíamos hacer? Él era el jefe y el único del grupo en haber concluido mucho tiempo atrás su transformación a Dragón de Quetzal.
¡Este castillo es maravilloso! No podría describir toda su complejidad. Está dedicado a las especies que son cazadas o que están en peligro de extinción —yo soy uno de ambos casos—, les dan refugio permanente, agua, comida, educación, mucha protección… Llevo aquí un par de semanas y no he dejado de ver especies que desconocía.
Uno de los seres que dan la bienvenida me habló de la historia del lugar que, para empezar, es la capital del País Escarlata, que se nombró así por la increíble cantidad de rubíes que se han encontrado.
Resulta que en la antigüedad, todo este territorio era algo completamente diferente, una ciudad construida sin otro material que el de la joya roja. En ella habitaron seres que no conformaban un cuerpo sino una clase de consciencia, y se movían como auroras a lo largo de la ciudad.
Esta especie no era afectada por el tiempo y fue creada poco después que las tierras de Honora, por lo que tienen un amplio conocimiento de todas las cosas. Aún no se sabe bien a qué se dedican; algunos creen que son analistas de la historia, otros piensan que no solo la estudian, sino que la modifican para que su curso no se detenga.
Hace mucho tiempo su existencia fue amenazada por conquistadores que querían las riquezas de su ciudad, así que consultaron a los Ángeles de la Era de Hielo —sus creadores y de todo Honora—, para encontrar una solución, porque ellos nunca fueron seres de guerra.
Luego de unos días, cuando ya tenían a los conquistadores encima, los creadores decidieron mandar toda la ciudad bajo tierra, donde nadie pudiese ni siquiera notar su existencia. Pero los seres no estuvieron de acuerdo en que, así como nadie podría entrar, ninguno de ellos podría salir, así que enterraron la ciudad y la unieron con Honora, colocando en la punta de la torre más alta, la entrada con un laberinto en constante cambio del que solo ellos supieran la salida.
Para poder ubicar la entrada al laberinto desde aquí afuera, le hicieron un reloj de sol únicamente con material de rubí puro, inmóvil e indestructible.
Cuando los conquistadores llegaron, al no ver nada más que un reloj rojo que no podían mover ni vender, decidieron fundar una ciudad alrededor, que al paso de los años fue creciendo hasta que varios reyes, generación tras generación, construyeron este majestuoso Castillo Escarlata, que está compuesto por rubíes de todo Honora.
No conozco a nadie de aquí —a nadie fuera de la cueva de mi abuelo— pero hay algo en común, y es que todos estamos sufriendo persecuciones, a las que nos condenó el hecho de nacer en una especie casi extinta. Si hay alguien que debería merecer este castigo son los malditos mercenarios que nos cazan y luego nos venden…, que por más que se intente, no se puede erradicar tanta cacería, siempre saldrán más cretinos que cambien oro por nuestras pieles, y virtudes físicas por nuestras vidas.
El futuro está escrito para nosotros, algún día alguien invadirá este castillo para llevarnos a la extinción. Es inevitable concluir que el único momento en el que nuestra miseria se acabe será porque nuestra existencia ya haya terminado. Quiero pensar que hay otra solución, pero mientras más generaciones nacen dentro y fuera del castillo, más se prolonga el sufrimiento de tantas especies amenazadas.